01 abril 2006

El poder de la mirada.


Cuando analizamos el poder penetrante de la mirada del otro nos basamos en nuestra propia capacidad de deducción, de imaginación -desde la simple imaginación erótica descarada de ver al otro más ligero de ropa de lo que esta o prestándose a acciones con docilidad complaciente- hasta suponer rasgos de personalidad o estados que tendrían como prueba cada arruga, ceño o pose de la persona observada. Unos nos parecen personas amargadas, otras preocupadas, otras risueñas. ¿Cómo vemos al otro? ¿Son los demás idealizados, porque efectivamente, tenemos de ellos más ideas y prejuicios que experiencias, y nuestras suposiciones son teorías, ya que estamos basándonos en similitudes, recuerdos que damos por sentamos que son equivalentes? No es que nos equivoquemos como en los relatos con sorpresa en los que el que parece malvado en realidad tiene buen corazón o que el aparentemente es simpático es una especie de personaje manipulador. Es nuestra habilidad fisonómica la que nos permite leer en la cara, en los gestos y en los trozos de actos que registramos al mirar.
Sabemos bien cómo contemplamos nosotros a los demás, qué nos gusta, qué nos produce rechazo o admiración. ¿Porqué ir entonces tan a la defensiva, suponiendo que nosotros somos del grupo de los apestados? Tal vez damos mucha importancia a la belleza, al porte, a la apariencia de seguridad, todo aquello que un buen publicista sabe exhibir para vender un producto.
Pero esos errores de percepción que tan angustiosa sensación de lejanía e inadecuación producen, también podrían ser disminuidos y censurados si observamos algunos de sus comportamientos menos esplendidos -hasta las monedas del cesar tienen dos caras- o menos intimidatorios, porque también son capaces de inocente cotidianidad. Por lo tanto es la manera de seleccionar lo que produce tantos efectos extraños, el mirarse a uno mismo siendo mirado con desprecio por el otro, el mirar al otro cuando nos mira siendo mirado con aprobación, siendo admirado.
¿Qué pensaría una persona de nosotros si supiera que la hemos utilizado en una fantasía masturbatoria? ¿Aceptaría quizás nuestras disculpas aduciendo que se trataba de una inocente fantasía que no un juicio real sobre la persona de carne y hueso? ¿Y qué diría de nosotros esa persona que ha realizado una imprudente maniobra si escuchara nuestro pensamiento el deseo de provocarle alguna desgracia? ¿No se nos saldrían los colores si la persona que está cobrando un importante ingreso bancario delante de nosotros se volviera justo cuando estamos fantaseando con la idea de quitarle esa cantidad y salir corriendo y en vez de mirarnos con temor nos mirara ofendido y nos dijera qué está usted pensando?
Pensamientos hostiles, turbios, eróticos, pensamientos absurdos que se rechazan, pensamientos que harían las delicias de un escrupuloso, en cambio habitualmente lo consideramos una licencia sin importancia que no cuestiona la realidad de los hechos, que son los que deben marcar en definitiva el punto en el que comenzar a juzgar.